Tony y el espejo de plata


Lo decían sus propios padres, lo decían sus maestros y hasta lo decían sus amigos. Nunca antes se había visto un niño más ordenado que Tony Augusto Cáceres.
Todas las mañanas, Tony Augusto Cáceres se levantaba cinco segundos antes de que sonara su alarma de cochecitos, y al incorporarse calzaba sus pies milimétricamente en las sandalias de sapito que había dejado cuadrando en aquella posición exacta al lado de su cama, la noche anterior. Luego de esto, Tony caminaba 5 pasos contados hasta el baño y dejaba caer sobre su espalda un total de 240,000 gotas de agua helada.
Al terminar de bañarse, Tony se vestía siempre con la misma camisa de cuadros negros y blancos, los mismos zapatos negros lustrados, la misma corbata escolar roja y los mismos guantes, tan blancos como los dientes que a continuación cepillaba y enjuagaba, para finalmente peinar su cabello con gomina, recogido hacia un lado, como helado recién lamido.
Luego de esto, Tony organizaba sus peluches en orden alfabético (primero la abeja, luego la araña, luego el avestruz, y así hasta llegar al zorro), planchaba su ropa con cautela y la guardaba según su color y su marca, desempolvaba las bombillas del cuarto para que su luz no se volviera amarillenta, limpiaba los elegantes e hiperrealistas cuadros de Velásquez colgados en las paredes, y, por último, ejecutaba la tarea más importante antes de salir de casa. Se trataba de un gigantesco espejo con marco de plata, colgado tras la pared del baño. Todos los días, antes de irse al colegio, luego de haber arreglado cada detalle tanto de su cuarto como de su cuerpo, Tony Augusto Cáceres agarraba la inmensa esponja blanca, remojada con el detergente verde quita manchas, y removía con un ademán decisivo toda suciedad del inmenso espejo que reflejaba su perfecto rostro. Esta rutina debía repetirla también en la noche, justo antes de acostarse.
Aquel día, orgulloso de su trabajo, Tony esbozó una amplia sonrisa frente al espejo de marco de plata, pero se arrepintió de inmediato. Muchas veces le había dicho su madre que no debía sonreír ante el espejo, porque lo que se mostraba en el espejo era lo que se mostraría durante el resto del día. ¿Qué pensaría la gente de un niño que desperdicia su tiempo en una sonrisa, en lugar de estar, como se debe, organizando?
Tony Augusto, apresurado, cruzó el pasillo de su cuarto hacia la sala, de la sala al comedor y del comedor a la puerta de su casa, se despidió de sus padres con el habitual “Buenos días, nos vemos en la tarde, los quiero” y abandonó su hogar sentado en el mismo asiento del mismo autobús de todos los días.
Durante las clases, participó las 4 veces convencionales y en el descanso se preparó para ganar, como siempre, la partida de cartas que jugaba con sus amigos, para la cual se tomaba diez minutos de su valioso tiempo revolviendo la baraja. Pero ese día algo raro sucedió.
En el momento del descanso, ningún niño se presentó ante el pupitre de Tony como de costumbre, y como si de su propio padre se tratase, toda la clase salió al encuentro de un niño nuevo en la escuela, en el patio de juegos.
Extrañado, Tony Augusto estuvo tentado a denunciar ante los profesores el nombre de aquel al que se le ocurría causar tanto desorden en la escuela, pero su atención fue cautivada de inmediato por un objeto que rodaba con libertad en el césped, al lado del salón de clases.
Nunca había visto algo así. Aquel era un objeto redondo, multicolor y de apariencia suave, que tenía la extraordinaria capacidad de rodar sin descanso durante minutos enteros con tan solo una patada de uno de los niños del parque, y recibía el nombre de “pelota”.
Al principio, la volatilidad infrenable del objeto aterrorizó a Tony, porque, de un momento a otro, hasta él mismo había sonreído ante aquel productor de caos. Poco a poco le atrajo más el movimiento de la pelota, y poco a poco se fue acercando más a ella y a sus compañeros, y poco a poco se fijó más en el movimiento de sus colores, hasta finalmente caer hipnotizado ante el caótico baile de aquel balón.
Esa noche Tony durmió como nunca antes. Estaba cansado, muy cansado. Se podría decir que nunca antes había estado tan cansado y somnoliento como aquel día. Se podría decir que nunca antes, de hecho, se había sentido cansado en su vida. Incluso se podría decir que Tony en aquel momento no sabía el significado de la palabra cansancio, porque lo más cercano que había vivido de esta sensación era el agotamiento luego de haber jugado demasiadas manos de cartas seguidas…
A la mañana siguiente, como de costumbre Tony se levantó con el sonido de su alarma de cochecitos, encajó sus pies en los zapatos deportivos y se dirigió en 7 pasos mal contados hasta la puerta del baño.
En aquel momento su corazón dio un brinco.
“7 pasos”, se dijo a sí mismo, y volteó a mirar la hora. “No…”
Una enorme tristeza invadió entonces al corazón de Tony Augusto. Había roto la rutina por primera vez en su vida… ¿Qué se suponía que haría ahora?
Sin embargo, no tuvo tiempo para responder esa pregunta, porque un horrible chillido proveniente del baño se hizo escuchar en toda la habitación.
Tony tembló. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y, tropezando con sus propias sandalias de sapito, cayó de bruces al suelo, a unos cuantos metros del salón de baño.
En aquel momento, una horrible risa resonó en cada rincón del cuarto, y Tony pudo notar, horrorizado, cómo repentinamente las cosas en su entorno comenzaron a transformarse.
En un abrir y cerrar de ojos, las bombillas de la habitación se cubrieron con una espesa capa de polvo, haciendo que se proyectase la horrible luz amarillenta que tanto había querido evitar, los peluches cobraron vida y rompieron con su orden alfabético, la alarma sonó con estrépito dando uno y mil golpes a la mesita de noche, las sandalias de sapito vomitaron agua de pantano, inundando el cuarto, la ropa planchada se desdobló y se arrugó y los hiperrealistas cuadros de Velásquez se convirtieron, poco a poco, en abominables cuerpos gordos de botero, o inentendibles figuras abstractas de Dalí, que rompían la tela de los cuadros y se abalanzaban sobre Tony en una violenta ráfaga de expresión artística.
Ante semejante caos, entre gritos y llantos, el pobre Tony pudo haber enloquecido, y así habría sido de no ser porque justo antes de que una lanza de la pintura del tiempo de Dalí lo alcanzara, logró darse la vuelta y encerrarse en el baño.
“Uffffff”, pensó para sus adentros, con los ojos cerrados y suspirando con alivio, “Por fin todo está en orden de nuevo”.
—Mentira —dijo una voz chillona.
Al abrir los ojos, Tony tuvo enfrente suyo a un niño vestido de camisa de cuadros blancos y negros, zapatos negros lustrados, corbata escolar roja, guantes blancos y gomina en el cabello. La única diferencia entre él y el niño del otro lado del espejo era que este, en lugar de contar con la perfecta y cuidada cara de Tony Augusto Cáceres, lo único que tenía en el rostro era una enorme y escandalosa sonrisa.
—¡Ahhhhh! —gritó Tony, horrorizado.
—¿Qué te pasa? ¿Acaso te asusta mi alegría? —preguntó el niño del otro lado del espejo.
—¿Qué cosa eres? —exclamó Tony, horrorizado, pero en aquel momento vio en una esquina del lavamanos el detergente verde quita manchas, y recordó que la noche anterior había olvidado limpiar el espejo de plata porque había llegado muy cansado.
“¡Eso es!”, se dijo a sí mismo, “Todo esto está ocurriendo porque el espejo está muy sucio”.
—Yo soy tu sonrisa Tony —dijo entonces el otro niño. —Me has mantenido aquí dentro demasiado tiempo, y creo que ya es hora de que me dejes salir…
Pero en aquel momento Tony Augusto Cáceres ya había pasado la enorme esponja blanca por el espejo de plata, y ni rastro quedaba ya de la horrible pesadilla.
Tony miró afuera del baño por una pequeña abertura: ni rastro quedaba ya de las pinturas surrealistas, los sapos del pantano o los peluches psicópatas. Orgulloso de su trabajo, se miró una vez más en el espejo de plata y contempló su rostro perfecto y su cuarto perfecto, con la completa certeza de que todo el caos había por fin terminado, pero en ese momento se percató de algo en su reflejo.
El pequeño tarro de detergente verde había quedado por primera vez frente al espejo, y el reflejo de sus letras formaba un extraño mensaje en el que podía leerse:
Ensuciador de espejos. Usar dos veces diarias.
Tony quedó perplejo. Por primera vez una duda se había generado en su mente, y por primera vez sintió la necesidad de resolverla. Así pues, el niño de la cara perfecta acercó con cautela su rostro hacia el espejo de plata, y prestando mucha atención al material del vidrio, pudo finalmente observar la verdad: millones y millones de diminutas manchas verdes cubrían al espejo de plata, escondiendo su verdadero cristal bajo una especie de ilusión óptica.
Así fue como Tony Augusto Cáceres, el niño del rostro perfecto, descubrió que en realidad nunca había tenido el rostro perfecto, y nunca habían estado sus peluches ordenados en orden alfabético. El mundo real no era en el que se levantaba cinco minutos antes de la alarma y encajaba con precisión milimétrica sus pies en sus sandalias de sapito para ir a la escuela. El mundo real era el mundo del surrealismo, el mundo de la sonrisa escandalosa y de los hombres monstruosos y los mounstros humanos. El mundo de la felicidad de patear un balón de fútbol o esbozar una enorme sonrisa. El mundo real era ajeno al orden, ajeno a las barajas de cartas y las corbatas escolares.
Decidido, Tony limpió con rapidez el horroroso ensuciador de espejos y, al encontrarse con su sonrisa, sonriendo como siempre, echó la más grande carcajada que alguien en la tierra de los mounstros pudo haber dado, rompiendo con ella en mil pedazos el tormentoso espejo de plata, y siendo así consumido por la terriblemente bella felicidad.
Cuenta la leyenda que, desde entonces, Tony el mounstro continuó yendo a la escuela monstruosa, cada día ocupando un puesto diferente en el autobús, y cada día volviéndose mejor jugando con la colorida pelota de fútbol, riendo con sus compañeros en los descansos y, de vez en cuando, rompiéndole un par de espejos a los pobres que aún confunden el ensuciador de vidrios con detergente verde.
Y lo decían sus propios padres, lo decían sus maestros y hasta lo decían sus amigos. Nunca antes se había visto un niño más feliz que Tony Augusto Cáceres.
FIN
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Indra Victoria Cabrera - 22 de junio de 2022
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