Jacobo
Pena Mesías
30 de noviembre de 2024
A quien leyere, sepa que esta madrugada recibí la visita de un forastero. Cuando tocó a mi puerta tuve que agachar la vista. Vi a la altura de mi ombligo un par de ojos lagrimosos; de vida y no de vacío. Era un niño enclenque, hundido en cansancios, coronado por una aureola de plástico y llevando a cuestas el ritmo de aquel que ha vivido. Me dijo, sin vacilar, cierta sentencia que luego relegué a la desmemoria: “Despídete, porque cada segundo es el inicio y en cada origen está gestado el final; que al hermano el tiempo graba con amapolas en su frente; que ningún corazón permanece cerrado, que toda luz es la luz de toda gente. En el anochecer será verdad”. Inquirí con determinación que el niño era un escribano. Ya nadie escribe sobre despedidas, excepto ellos.
Lo dejé pasar por temor a que se muriera de frío. Luego me dijo que antes ya había ocupado mi casa, y me di cuenta; sus manos enrojecidas por la primera vez que apreté un lápiz; su entrecejo marchito ante la furia de mi inicial desamor; su boca jadeante de tantas palabras, unas vivas y otras difuntas, como un pueblo de oraciones cantadas. El pecho se me llenó de una acidez antigua: “Vienes de allá” le dije “Allá donde es tierno el que llora y el que piensa” y él asintió con la cabeza, dándome a entender que allá volvería.
“Cuando vuelvas, sírvete de ese retorno para comunicar un mensaje” le dije “Hazlo por mí, a mi nombre; que la vida me arrastraría si desperdicio este escribano. Diles a ellos, a todos, a cada uno. Diles que llegando al final, en Proyectivo C, encontré sobre el sendero una huellita, y les debo esa huella a mis maestros, a mis amigos y a los perros de las esquinas del colegio; que otro día hallé en canchas verdes la rosa que me prodigó el amor, y le debo esa rosa a la buena suerte del Merani; que iniciando febrero creí vislumbrar, tras el tablero, la sombra de un universitario, y le debo esa sombra al pensamiento y la lectura crítica, y acaso a un puñado de lecciones aprendidas a la fuerza; que asomando abril fui interceptado, en la salida de la Boyacá, por la página desteñida donde aprendí a escribir consignas, sin cuyos márgenes esta hoja hoy estaría desierta, y le debo aquella página y el lenguaje al habla de una mujer frente al tablero; que arrimando junio el día del afecto me develó, en la biblioteca, la misma sonrisa triste de una moni, y le debo esa sonrisa a la soledad de Exploratorio, la curiosidad de Conceptual, la fecunda imaginación de Contextual, los hallazgos irrepetidos de Proyectivo; que rasgando agosto me vi en Perú y confundí Machu Picchu con la media torta, y le debo ese espejismo, tan precioso, al azar del colegio y su pedagogía. Y que, en el día previo a este escrito, diles, percibí entre la copa de un árbol el viento que da la vida; y que ese viento se lo debo a mi curso, esa pequeña humanidad comprimida, ese tablero de ajedrez azaroso, ese sintiente mosaico de milagros.
¡Ve, y no se te olvide decirles, escribano! Que es infinita la deuda y me perdonen, pues tendré que vivir varias vidas para pagarla. Que he puesto mi corazón en retribuirles, a ustedes que fueron padres y hermanos y hasta dioses; que esta pequeña muerte llamada despedida es el parto de una madre: la memoria. Ve y diles, escribano, que la vida fue injusta a mi favor; que es injusta a favor de todos nosotros. Eso vengo confirmándolo doce años; retorna y agradéceles, dilo claro y terminante, que luego seremos silencio, silencio y punto aparte”.
Gracias, Merani; te debo esta vida.
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