Tomás Alejandro
Olaya Charry
30 de noviembre de 2024
Normalmente, este escrito se suele empezar con un buen mensaje, algo positivo, algo bonito. Sin embargo, a mí me gusta ser más crudo y directo.
Hace unos años, entró al colegio un niño pelimono, sonriente, despistado y confundido. Él no entendía lo que pasaba a su alrededor. Lo primero que vio fue a un señor con su guitarra entreteniendo a un gran grupo de niños mientras cantaba y bailaba. El niño seguía sin entender lo que pasaba, pero se dejó llevar.
Pasó el tiempo y el niño ahora era un joven. Durante muchos años, él sintió que no encajaba. Las clases no le interesaban y él era muy ensimismado. Le gustaba mucho estar en su propio mundo. Así mismo, sentía que sus compañeros eran muy diferentes, distantes y no los podía entender.
Obviamente, no todo era malo. El colegio era duro, pero también era imposible llegar a casa sin que le hubieran sacado al menos una sonrisa genuina.
Luego llegó la pandemia. Fue un tiempo interesante, se podría decir que hasta divertido. Fueron dos años en virtualidad en los que el chico se volvió más adicto a los videojuegos que nunca. En su caso, la pandemia lo golpeó cuando finalizó. Para él fue doloroso reconstruir vínculos con gente que sentía que ya no conocía.
En ese entonces, el chico veía una montaña, una estructura tan sólida y grande, que ni con todas sus fuerzas podría escalar. Él se quedó pasmado, pues solo podía ver un camino largo, empinado y áspero. Aunque fingía hacerlo, él no intentó escalar de verdad.
La razón por la que digo todo esto es porque con inmensa alegría puedo decir que, finalmente, tengo la montaña bajo mis pies porque mis ojos se acostumbraron a la luz. No es que la montaña fuera grande, es que con tanta oscuridad no podía comprender su tamaño. Ahora veo más gracias a esa luz que he encontrado en compañía.
Los primeros pasos para escalar los di en la oscuridad. Tropecé muchas veces y me caí otras más. No pude solo. Para poder avanzar, necesité una antorcha. Este objeto diseñado para la exploración y las aventuras me lo entregaron mis amigos, familiares y Dios. Su brillo, tenue e inconstante, fue creciendo conforme subía la montaña. Ahora, lleno de nervios y dudas, pero también con fuerza, sé que el único camino se dirige arriba. Seguiré escalando hasta que esa llama se convierta en el sol.
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