“AL OÍR ESTAS PALABRAS DE LA MADRE, GREGORIO COMPRENDIÓ QUE LA FALTA DE TODA RELACIÓN HUMANA DIRECTA, UNIDA A LA MONOTONÍA DE SU NUEVA VIDA, DEBÍA DE HABER TRASTORNADO SU MENTE EN AQUELLOS DOS MESES, PUES DE OTRO MODO NO PODÍA EXPLICARSE SU DESEO DE QUE VACIARAN LA HABITACIÓN”.
La Metamorfosis, Franz Kafka
En un reciente viaje que hice al exterior quise llevar un libro que pudiera leer completamente durante el vuelo. Un deber pendiente que tenía, tal vez desde la secundaria, era volver a leer la obra más representativa de Kafka, pero esta vez no como una tarea para la asignatura de Español, sino como una oportunidad para hacer una lectura diferente, más pausada, más reflexiva. La Metamorfosis fue mi compañera de vuelo, y en ese pausado reencuentro llamó mi atención la relación que alegóricamente, más de cien años después, guarda la vida de su protagonista con la vida reciente que hemos vivido a raíz de la pandemia.
No es mi intención hacer una síntesis de la obra, pero creo que es preciso referirla en virtud de la interpretación analógica que intento plantear en este escrito.
El pasaje que he señalado refleja un fragmento del devenir de la vida de Gregorio Samsa después de que un día al despertar en su cama se viera convertido en un enorme insecto que, dadas sus limitadas posibilidades para interactuar y comunicarse a raíz de su condición, sufre el rechazo y desprecio de su familia hasta que finalmente muere.
Si bien la obra deja entrever algunos rasgos posiblemente autobiográficos de la vida de Kafka, de su mente tal vez perturbada por las circunstancias familiares, laborales y sociales que le afectaban, también es preciso resaltar que fue escrita en los albores de la Primera Guerra Mundial, una época marcada por el desarrollo que trajo la Segunda Revolución Industrial y, con ella, la primera globalización económica que dio origen a grandes transformaciones sociales, atizadas por el modernismo y el cambio frenético del ritmo de vida en la Europa de comienzos del siglo XX.
Algo más de un siglo después de haber sido publicada la Metamorfosis por primera vez, y coincidentemente también de haber aparecido la gripe española, el mundo se ha visto enfrentado a una nueva pandemia sin precedentes en la historia reciente, pero con una gran similitud histórica con el contexto de la obra misma.
Es cierto que los avances de la ciencia y la tecnología han desafiado las capacidades del hombre para hacer frente a diferentes crisis. Sin embargo, la pandemia del COVID-19 planteó un particular desafío más allá de una batalla sin tregua contra el avance del virus. La virtualidad se convirtió en uno de los retos más complejos que a escala cotidiana debimos enfrentar y sobre el cual se puso a prueba toda nuestra capacidad para superar adversidades en lo comunicativo y lo emocional.
Humberto Maturana sostenía que “todo vivir humano ocurre en conversaciones y es en ese espacio donde se crea la realidad en que vivimos”. En ese sentido, las conversaciones se configuran como ese espacio en el que podemos socializar, en el que podemos reflejarnos en el otro, construir relaciones, empatizar, fortalecer nuestro tejido social, o “lenguajear”, como lo llamaba el mismo Maturana. Con la llegada de la pandemia esa posibilidad, en todas sus dimensiones, se vio afectada. Nos impuso la virtualidad como un reemplazo inexorable de esa cotidianidad que antes hacía posible establecer relaciones más cercanas, más íntimas, más humanas.
Tanto en lo laboral como en lo académico, la pandemia nos obligó a trasladar las actividades del trabajo y de las aulas a nuestras casas, desafiando así nuestra capacidad para convivir, para reconfigurar nuestras relaciones, o tal vez para resignificar los lazos que verdaderamente nos unen con las personas que nos rodean. La virtualidad transformó la manera de comunicarnos, pues súbitamente se convirtió en la solución, cuando en realidad lo que hizo fue poner a prueba nuestra manera de socializar en diferentes entornos.
En el plano familiar, hemos visto cómo ha llegado en muchos casos a debilitar las relaciones que no logran sobreponerse al reto de convivir o pasar más tiempo juntos. O peor aún, a evidenciar que en muchos casos las relaciones que hemos construido a lo largo de la vida son mucho menos estrechas o fuertes de lo que creíamos que eran. La convivencia y la unidad de grupo como dos de los factores que han permitido al ser humano trascender a lo largo de su existencia, son también los que paradójicamente se han visto fragmentados ante la falta de creatividad para comunicarnos genuinamente, a pesar de todo lo que la tecnología nos puede proveer. Nos hemos visto embebidos por dispositivos que nos acercan al mundo, pero que también nos alejan de las personas más cercanas a nosotros.
La pandemia llegó, no para quedarse, sino para resignificar el sentido de la cotidianidad, de aquel espacio donde creamos la realidad en que vivimos y donde se configura el verdadero significado de mirarnos a la cara, de reconocernos frente a frente, de sentirnos cerca del otro, de dar un sentido más profundo al valor de las relaciones, de amar los abrazos, de un simple apretón de manos, de la familia, de la amistad y del amor, los cuales pareciera que la virtualidad de alguna manera extraña nos hubiese arrebatado de un momento a otro.
Todo cambió, y no precisamente a raíz de la pandemia, pues los virus siempre han estado presentes en la naturaleza y no por ello el mundo ha dejado de existir. Lo que ha cambiado es nuestra interpretación de la realidad a partir de un fenómeno natural que nos ha confrontado como sociedad en la manera como vivimos.
El retorno presencial al trabajo, a las aulas y a la vida misma como la conocíamos previamente a la pandemia supone entonces un desafío mayor porque nos enfrenta a dos interpretaciones diferentes, a un antes y un después del mismo mundo que nos rodea. De este modo, nuestra mayor responsabilidad se traduce en pensar cómo queremos reconstruir ese retorno y qué reflexiones nos ha dejado este tiempo que para Gregorio Samsa fueron unos cuantos meses antes de morir, mientras que para nosotros ha sido aproximadamente año y medio, pero con la incertidumbre del confinamiento aún presente en el devenir mismo de la vida.
Lo cierto es que poco a poco hemos vuelto a tener el privilegio del reencuentro, de mirarnos a los ojos, de sentirnos cerca, de entrelazarnos en la danza maravillosa de la amistad, de compartir, de “lenguajear” como decía Maturana, tal vez con la posibilidad única que el retorno nos ofrece para reflexionar en que la presencia y la cercanía físicas son irremplazables porque muestran que hasta la más indeseable metamorfosis puede ofrecernos una nueva mirada a la empatía, a la solidaridad, al afecto, a otra manera de relacionarnos con la vida y que, a diferencia de Gregorio Samsa, tenemos una nueva oportunidad con nosotros mismos, pero debemos conscientemente saber aprovecharla.
Por: Diego Ramírez – Coordinador de Comunicaciones IAM
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