Familias democráticas: una conversación pendiente

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Durante 2022, el Instituto Alberto Merani ha invitado a las familias colombianas desde diferentes ámbitos institucionales a observar cómo están configuradas en términos de manejo de la autoridad. Así, tenemos familias autoritarias, permisivas, abandónicas, sobreprotectoras y democráticas, entre otras. ¿Quién toma las decisiones en casa?, ¿cómo se gestionan los deseos de cada uno de los integrantes de la familia?, ¿cómo nos vemos dentro de nuestros hogares? Preguntas como estas son el inicio de una larga lista de interrogantes que llevan a una introspección reflexiva individual y familiar.

Luego de leer las columnas del profesor Julián de Zubiría publicadas en El Espectador y escuchar las conferencias que el colegio ha dado sobre el tema, me pregunto cómo podemos ser una familia más democrática. En la actualidad los niños participan en la toma de decisiones; los padres y madres somos más tolerantes y, en definitiva, el contexto nos invita a tener actitudes menos autoritarias que las de generaciones precedentes. También somos conscientes de que el exceso de mimos y complacencias son el inicio de una vida caprichosa, sin límites claros. Sin embargo, la pregunta sigue ahí. La humanidad lleva más de dos mil años tratando de convencerse de que la democracia es una forma de organización social y política imperfecta pero conveniente, así que, ¿cómo podríamos incorporar ese concepto en nuestra cotidianidad y volverlo praxis en nuestros hogares?

La palabra democracia tiene su origen en el griego ‘demokratia’, compuesta por ‘demo-‘, pueblo o territorio, y ‘kratia’, gobierno o autoridad. Así, el mismo lexema original nos invita a recordar que, en una comunidad humana democrática, la toma de decisiones, la autoridad y el manejo del poder están en manos de quienes la componen. A veces resulta más sencillo verlo a gran escala, pues, en principio, vivimos dentro de una democracia participativa en la que nuestros representantes, elegidos por voto popular, toman decisiones favorables para las mayorías. Pero, ¿y en la familia? Podríamos considerar que los adultos responsables del hogar tenemos el papel de ‘elegidos’ para representar los intereses de nuestras pequeñas mayorías.

En varias oportunidades, el profesor De Zubiría ha citado los riesgos de permitir que las pataletas, los gritos y demás formas de violencia (vengan de donde vengan) tomen las riendas del hogar. Estoy de acuerdo. Muchas veces corremos el riesgo de caer en esa ambivalencia peligrosa de imponernos como padres o de permitir que los caprichos de los niños se impongan sobre el beneficio de todos. Entonces, es necesario que esa democracia liberal y representativa esté mediada por la conversación. Según Irene Vallejo (2022), “la democracia es una conversación y la salud de esa conversación es la misma que la de nuestra vida en común”. En este sentido, lo que en principio parece una metáfora, resulta también una buena respuesta a la pregunta de cómo ser más democráticos en nuestros hogares. Por esta razón considero válido pensar que las buenas conversaciones contribuyen a la formación de familias más democráticas.

La RAE (2021) atribuye varios significados a la palabra ‘conversar’; uno de estos, lamentablemente en desuso, es ‘vivir, habitar en compañía de otros’. Dicho de otra manera, buena parte del sentido de la existencia humana radica en la posibilidad de compartir ideas por medio de la palabra hablada. Este ‘homo loquens’ que hemos configurado durante milenios emplea el lenguaje articulado para ser en compañía de quienes tiene cerca. Además, si tenemos en cuenta que el papel de padre, madre e hijo se cultiva a diario, en nuestros encuentros cotidianos, aprender a ser familias más compasivas y democráticas a través de la conversación resulta una oportunidad interesante. Con seguridad, no hay mejor escuela que nuestro hogar para tomar la lección en cuestión.

Conversar es más que hacer o responder preguntas, dar órdenes o instrucciones (formas del uso de la palabra muy frecuentes en las interacciones con nuestros hijos). De acuerdo con la profesora Juliana León (2019), para mejorar la comunicación a través del diálogo es importante garantizar procesos de escucha entre los participantes de la conversación. No basta con respetar el turno de la palabra o emplear términos amables. Al conversar es fundamental la actitud del oyente; se necesita disposición física y emocional para encontrar el sentido del discurso de quien habla, ya sea niño, joven o adulto. En nuestras conversaciones familiares cada locutor debe sentirse reconocido y tener un lugar real dentro del circuito comunicativo. Por medio de la enunciación podemos descubrir quiénes somos en nuestro hogar y en el mundo, cuáles pueden ser los proyectos a corto, mediano o largo plazo y cuáles son las decisiones que favorecen a los miembros de nuestra familia.

Al conversar damos voz a nuestros pensamientos, nos escuchamos y escuchamos a otros; con las palabras, las pausas y los gestos vamos creando la realidad. Para Mariano Sigman (2022), una buena conversación es una fábrica de ideas extraordinarias; es el inicio de una vida emocional plena y lleva consigo la capacidad de transformarnos en mejores personas. La conversación auténtica nos da un contexto y nos aísla del egocentrismo tan popular en la actualidad. De esta manera es posible considerar que las familias democráticas conversan y escuchan para tejer relaciones más sanas entre padres e hijos a partir de la interpretación del discurso del otro.

Conversar es compartir silencios e ideas con nuestros interlocutores para encontrarnos y encontrar a otros, para cambiar o enriquecer el pensamiento y la acción; para estimular el razonamiento, organizar las ideas y corregir errores que cometemos al pensar. Desde esta perspectiva, la conversación nos permite ampliar los límites de la realidad percibida, pues, como sabemos, cada individuo tiene acceso a un punto de vista y solo en el intercambio de símbolos y significados podemos ampliar las barreras naturales del ‘yo’ y tener acceso a representaciones menos parciales.

Sin embargo, en la actualidad conversar no es tan fácil como parece. Aunque el diálogo es una costumbre cultural milenaria, durante las últimas décadas se ha enfrentado a una tecnología muy atractiva para el cerebro: los dispositivos móviles. Esa mezcla atractiva de luces, colores e imágenes en movimiento nos acerca más a la realidad virtual y al intercambio con otros lejanos mientras parecemos olvidar a quienes están cerca. Es triste ver en diferentes espacios cómo las familias se reúnen con sus dispositivos personales a esperar en medio de un silencio indiferente mientras observan y tocan la pantalla para enviar señales que viajan a toda velocidad por la red, pero no llegan a oídos de quienes comparten el espacio – tiempo presente.

Megan Cox Gurdon (2020) afirma que cuando las pantallas entran en juego se reduce la cantidad de momentos de hablar y escuchar en conversaciones presenciales, con personas cercanas. Las redes sociales virtuales han reemplazado a las viejas redes sociales reales y parece que los pocos momentos para dialogar han menguado por cuenta de las ‘pausas electrónicas’ permanentes que interrumpen cualquier momento del día. A este fenómeno Cox Gurdon lo denomina ‘tecnoferencia’, es decir, la interrupción tecnológica con la que estamos acostumbrándonos a vivir. Compartir los periodos de atención entre padres, madres e hijos con los dispositivos móviles personales es una falta de empatía que estamos normalizando. La conversación asertiva y la escucha activa requieren atención plena y los encuentros familiares para compartir también lo exigen. Nuestros hijos merecen tiempo de calidad para dialogar. Como padres y madres deberíamos escuchar a nuestros hijos mientras compartimos la comida, un viaje o cualquier otro momento; como padres y madres nos gustaría que nuestros hijos nos cuenten cómo va la vida, cuáles son sus sueños, sus problemas, sus angustias y alegrías, para crear vínculos más sólidos al interior del hogar.

Así pues, una buena conversación necesita condiciones mínimas como periodos largos de atención, actitud de escucha y reconocimiento de todos los participantes como interlocutores. No se trata de sentarse a hablar por llenar el silencio, hacer largos monólogos con otro en frente o fingir que estamos presentes cuando el pensamiento está en una realidad virtual paralela. Las familias democráticas pueden construirse a partir del diálogo consensuado, respetuoso y plural. Considero que la conversación es una buena estrategia para transitar hacia la democracia en nuestros hogares y, desde allí, a los demás espacios institucionales de nuestra vida en sociedad. No es tarde para construir un imaginario diferente en torno a cómo tejer mejores relaciones humanas desde la familia, independientemente de cómo esté conformada. Así, tal vez, lograremos vivir en una sociedad más participativa, justa, equitativa y diversa en la que todos estemos verdaderamente representados y reconocidos.

Referencias