Cotidianamente relacionamos el concepto de tiempo como algo básico, como algo que no tiene relevancia porque “siempre va a estar allí”. Dejamos a un lado y aplazamos muchas metas y propósitos propios gracias a nuestra ignorante visión sobre el mundo, e ignoramos que una de las únicas certezas que podemos llegar a tener es que nuestro tiempo no es y nunca ha sido suficiente.
A pesar de que el hombre no aprecia el tiempo, el sentimiento de incertidumbre lo aterra, llegando al punto de aferrarse a idealizaciones de su propia existencia para sentirse autocomplacido y tranquilo. Un claro ejemplo de esto es la religión o la creación de la misma cultura, que es fruto de tratar de darles explicación y sentido a elementos que simplemente no entendemos. Es así como el concepto de “inmortalidad” ha estado muy presente a lo largo de la historia de la humanidad, pero es un concepto mucho más complicado de lo que a simple vista vemos.
Existe un cuento de Jorge Luis Borges acerca de un hombre que a lo lejos vislumbra un jinete a toda prisa en su caballo. Este jinete va herido de muerte y está en la búsqueda de un río que da la inmortalidad cuando beben su agua. El jinete solo se detiene con aquel otro hombre para preguntarle si el río que cruzó por ahí era el que estaba buscando, pero, a pesar de no ser el río mágico del que tanto hablaba, el otro hombre quedó conmovido con la historia y emprendió su propia búsqueda. Unos dicen que lo hizo por darle un sentido a su existencia terrenal, otros dicen que fue por su miedo a la muerte, pero el hecho es que este hombre murió y desperdició su vida en busca del ficticio e idealista río del jinete.
Este cuento, al menos para mí, ejemplifica cómo la búsqueda de nuestra propia trascendencia puede ser nuestra condena. ¿Qué pasa cuando un cura, que dedicó su vida entera a Dios, se da cuenta de que no existe el paraíso? ¿Qué pasa cuando un hombre se da cuenta de que desperdició toda su vida en algo más incierto que la propia muerte?
Hemos dedicado gran parte de nuestra existencia a buscar la inmortalidad y quizá gracias a este sueño hoy en día existen ciencias como las matemáticas, la biología, la física, la química, la filosofía e incluso nuestra propia cultura. Pero el ser inmortal se ha vuelto algo surreal, y es que no hay seres verdaderamente inmortales, a pesar de que creamos que pueden existir. La inmortalidad tan añorada se ha visto transformada por ideologías, por arte y por literatura, por personas cuyo legado en nuestra sociedad los hace de cierto modo inmortales, pues lo que han hecho nunca muere para nosotros.
Sin embargo, estas personas han muerto terrenalmente y la inmortalidad supone la existencia indefinida o infinita de quien consigue superar la muerte o la vida misma, ¿o no? Es aquí donde tenemos la clave de la inmortalidad, en donde surge la duda: ¿En qué ser inmortal queremos convertirnos? ¿En aquel que logra superar la muerte y vivir por siempre, ver generaciones y generaciones ir y venir, ver transformarse las culturas del mundo, ver caer y nacer imperios, experimentar el universo en todos sus momentos históricos posibles? ¿O acaso queremos convertirnos en aquel ser que crea una idea, crea un pensamiento, materializa sus sueños, trasciende a su generación, se convierte en un líder, dejando un gran legado que perdurará por siempre, aquel que influya a futuras generaciones pero que muere y aun así se vuelve inmortal?
A pesar de que todo esto suena muy bonito, la verdad es que estos conceptos tienen ramificaciones sumamente complejas y relativas. Si queremos trascender y aún no hay un río cuya agua nos haga inmortales, debemos conformarnos con la inmortalidad surreal, aprovechar nuestro tiempo para que todo lo que hagamos en vida se vea recompensado después de nuestra muerte, en un estado de “no olvido”. Y es que podemos notar lo efímera y condicionada que es nuestra existencia. Creemos tener el control sobre el paso del tiempo y cómo lo manejamos, cuando la realidad es que vivimos por inercia, y cuando menos lo esperamos y miramos atrás logramos ver el irrevocable paso del tiempo a través de unos ojos llenos de impotencia. Tal vez el problema no recaiga en el tiempo que tenemos, sino en cómo lo invertimos y aprovechamos.
Esta es, en esencia, la clave de la inmortalidad.

Escrito por Tomás Figueroa Aula de ÍCARO Proyectivo
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