Crecer en el corazón del Amazonas

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VIDA MERANISTA IAM

Llegábamos al aeropuerto llenos de emoción y de expectativa. En el ambiente se sentían esas ganas de querer llegar ya a Leticia. Y aún así, no nos imaginamos que estábamos a punto de tener no solo el mejor viaje de nuestras vidas, sino también el más enriquecedor.

La naturaleza de la Amazonía no solo nos dejó recuerdos de paisajes lindos, también nos regaló conocimientos, momentos, personas y, sin duda, nos permitió crecer cómo seres humanos. Tal vez para algunos el viaje al Amazonas no sonaba tan divertido. De solo pensar en los insectos, en los animales, en el calor y en la falta de algunas comodidades que tenemos en la cotidianidad nos asustábamos un poco. Pero fue suficiente con tomar un respiro con ese aire tan puro que nos regala la selva para que pudiéramos conectar con ese maravilloso lugar.

En el avión no teníamos conciencia de lo que íbamos a vivir. La incertidumbre y las expectativas nos ahogaban, pero al voltear a la ventana hicimos conciencia del lugar al que estábamos llegando. Logramos ver desde el cielo cómo el bosque era más abundante que el aire que nos rodeaba y, así, nuestros miedos y expectativas aterrizaron con nosotros.

Al llegar a Leticia y tomar una lancha que nos llevaría a Puerto Nariño por todo el río Amazonas, sin duda cambió totalmente la energía que traíamos. Levantar la cabeza y encontrarte con la selva tan intimidante, con la fuerza del río y con el sol en su expresión más pura te hace dar ganas de detener el tiempo.

El Amazonas no era un zoológico, no había una barrera que distanciara el peligro de la selva de la fragilidad del humano. Empezamos a vivir en el asombro, no había manera de estar más presente de lo que estábamos. Al amanecer, el cantar de los pájaros guiaba nuestro camino. Al atardecer, los delfines saltaban acompañando la lancha y, en la penumbra de la noche, los caimanes nos rodeaban con sus brillantes ojos.

Mientras más nos adentramos en la selva, más nos descubrimos a nosotros mismos. La noche que pasamos en Perú, en medio de la selva, frente a una única luz del calor del fuego, salieron de la oscuridad nuestras ganas de cambiar, encendiendo cada vez más esa llama. Y así, todos en círculo, rodeados por la penumbra de la selva, resguardados por una fogata y por nuestra compañía, confesando nuestros profundos miedos, hicimos que el calor fraternal del grupo fuera mayor que el calor de la gran llama.

Aunque dicen que todo tiene su final, el fuego de esa noche se convirtió en cenizas y, como el fénix, la llama resurgió y volvió a encender nuestras almas.

Por siempre en nuestro corazón, querido Amazonas.




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