

Corría la primera década del tercer milenio, más exactamente el año 2009, cuando la Comunidad meranista, asentada en San José de Bavaria, seguía fiel a su tradición de pedagogía experimental. En esta ocasión, el protagonista era el egresado Miguel Gualdrón, un filósofo, profesor del área de Valores que se había convertido en el gurú de los dilemas éticos para los adolescentes, específicamente con el curso Ctx B, equivalente a séptimo. Como era de esperarse, las clases de Miguel siempre comenzaban con preguntas fuera de lo común que los estudiantes lanzaban al aire. Para hallar las respuestas, no había mejor manera que poner a prueba estas cuestiones con los estudiantes más pequeños del curso conceptual B, unos intrépidos de diez años que, sin saberlo, se convertían en los conejillos de indias de este ingenioso experimento.
La jornada escolar en esta innovadora institución siempre comenzaba con una reunión de quince minutos, donde se recordaba a todos los docentes, unos cincuenta por aquel entonces, cuál era el plan del día. En una de esas reuniones matutinas, se expuso una idea peculiar: seguir la corriente a los pequeños estudiantes de conceptual B sobre una situación ficticia. Se les diría que la institución había adoptado un perro hacía ocho días y lo tenían encerrado sin probar alimento ni beber agua, con el fin de descubrir cuánto tiempo resistiría. Evidentemente, esto no era cierto, pero la intención era responder a una inquietante pregunta de los estudiantes adolescentes: ¿Los comportamientos éticos nacen ya en los chicos de primaria, o requieren formación y se instalan en la secundaria?
Los profesores, aunque un poco perplejos, no pudieron evitar reír ante el ingenioso plan. Miguel Gualdrón, con su habitual rigor, heredado de su padre, “el nunca bien ponderado profesor Gualdrón”, estaba ansioso por ver cómo los pequeños héroes de Conceptual B reaccionarían ante semejante dilema. Los diez añeros, siempre llenos de curiosidad y energía, eran los candidatos perfectos para este experimento pedagógico.
La idea era que, al contarles a los estudiantes sobre la supuesta situación del perro que llevaba ocho días sin comida ni bebida, los profesores se mostraran indiferentes, como si se tratara de algo completamente normal, para no interferir en el experimento. La noticia se la daría su Coordinador de curso, el profesor Botache, un adusto docente de Ciencias Naturales, conocido por su semblante serio y su pasión por la ciencia. Botache, siempre más inclinado hacia la ciencia que hacia las reflexiones éticas, se encargaría de presentar el escenario con la frialdad de un científico anunciando un descubrimiento trascendental, en el espacio de coordinación de curso a las 7 y 30.
Los profesores, con un guiño cómplice, estaban ansiosos por ver la reacción de los pequeños de Conceptual B. El plan era observar si estos jóvenes corazones ya albergaban la semilla de la empatía y la ética, o si necesitaban un empujoncito educativo. Mientras tanto, Botache, con su tono grave y su imperturbable rostro, estaba listo para lanzar la bomba ética del día. ¡Los próximos minutos prometían ser un espectáculo de reacciones y aprendizajes inesperados!
Por su parte, los investigadores adolescentes de trece años, guiados por la luz orientadora de Miguel, estaban inmersos en un acalorado debate. Se planteaban y defendían dos hipótesis: unos sostenían que, a esas edades, los niños solo desarrollarían reflexiones éticas basándose en la empatía con la mediación de padres y adultos; mientras que el otro grupo defendía la idea de que esto florecía en los niños desde mucho antes de los diez años.
Con el entusiasmo propio de detectives en una misión secreta, los jóvenes investigadores se preparaban para distribuirse por el patio durante la hora del recreo. Armados con diarios de campo y bolígrafos, estaban listos para observar silenciosamente las reacciones y comentarios de los pequeños. Se movían como sombras, tratando de pasar desapercibidos, con miradas cómplices y sonrisas contenidas, mientras anotaban cada gesto y palabra de los niños de conceptual B. La expectativa era alta, y la tensión se mezclaba con la emoción de descubrir algo profundo y revelador en medio de aquel juego de roles. ¡El recreo prometía ser el escenario de una auténtica novela de misterio ético!
Después de la Coordinación de curso, correspondía la hora de Pensamiento Conceptual en el curso objeto del ya anunciado experimento. La profesora entró y, como si se tratase del día más normal y corriente de la vida, saludó a los niños y expuso el propósito de la clase, el cual procedió a escribir en el tablero después de anotar la fecha. Los niños se encontraban en un silencio poco usual a esas edades; parecían mutistas, se miraban de manera inquieta y no se atrevían a murmurar palabra alguna. Hasta que Manuelita, valiente como siempre, se atrevió a romper aquel silencio casi mortecino:
—Profe, ¿tú sabes lo que está pasando en el colegio?
La docente, en un tono natural y despreocupado, respondió:
—Nada diferente a lo que ocurre en el día a día normal, todos estamos en clase... Manuelita, después de una pausa, aseveró con voz temblorosa:
—No, de las clases, no. ¿Es que acaso no sabes lo del experimento que se está haciendo con un pobre perrito que lo tienen sin comer ni beber desde hace 8 días encerrado y encadenado en la perrera? Es inhumano.
La profesora, fingiendo poca importancia ante el llamado de atención de la niña, dijo con una sonrisa apenas perceptible:
No, no estoy enterada, pero continuemos con la clase.
Los niños se miraron entre sí con ojos como platos, susurrando y escribiendo notas en papelitos. La tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo, y la profesora, luchando por mantener la compostura, se preparaba para el torbellino de preguntas que seguramente vendrían después de este inesperado giro en la lección. ¡La clase de pensamiento conceptual nunca había sido tan emocionante!
El paso de papelitos de puesto en puesto empezó a elevar rumores que comenzaron casi en susurros, pero pronto se transformaron en verdaderas exclamaciones de indignación. Los niños, con caras de consternación y miradas de incredulidad, empezaron a murmurar más fuerte:
—¡Cómo es posible que te quedes tan tranquila ante lo que te acabamos de contar del experimento!
—¡Eres una insensible como los otros profesores que hacen el experimento!
La profesora, con una sonrisa oculta tras su seriedad, observaba cómo la indignación crecía entre los estudiantes. Los papelitos volaban de una mano a otra, y las caras de sorpresa y descontento se multiplicaban. Uno de los niños incluso se levantó con una expresión de heroica determinación, dispuesto a tomar cartas en el asunto.
—¡No podemos permitir que esto siga así! —exclamó, mirando a sus compañeros como si estuviera organizando una rebelión.
Los otros niños asintieron con fervor, y el salón se llenó de un murmullo que poco a poco se convertía en un clamor por la justicia. La profesora, haciendo un esfuerzo monumental por no reír, mantenía su papel de docente imperturbable, sabiendo que pronto los pequeños defensores de la ética descubrirían la verdad detrás del experimento. ¡La lección de pensamiento conceptual estaba tomando un giro mucho más emocionante y educativo de lo que nadie había anticipado!
Fue entonces cuando Manuela y Valentina, haciendo honor a sus nombres, se levantaron con valentía y decisión. Increparon a la profesora, sus ojos brillando con una mezcla de indignación y resolución:
—¡Pues no vamos a hacer clase! —dijeron al unísono—. ¡Tienes que decirnos dónde es la perrera!
¡Tenemos que sacar al perrito de allí!
La profesora, tratando de mantener su expresión neutral, se encontró luchando contra una sonrisa que amenazaba con delatar el experimento. Los demás niños, animados por la determinación de Manuela y Valentina, comenzaron a apoyar la revuelta, algunos incluso sugiriendo ideas para un rescate al más puro estilo de una película de aventuras.
—¡Podemos engañarlos! —gritó Sebastián—. Mientras unos entretienen a los profesores, los otros sacamos al perro.
Otros decían: hacemos una escalera humana y trepamos para entrar a la perrera y lo dejamos en libertad.
—¡Sí, y usamos las cuerdas de la clase de educación física! —añadió Federico, claramente emocionado por la perspectiva de una misión de rescate.
El aula, que había estado en un silencio sepulcral hacía solo unos minutos, ahora bullía de planes y estrategias improvisadas. Los papelitos habían sido reemplazados por susurros urgentes y miradas conspirativas. La profesora, al ver que la clase se salía de curso, alzando las manos les dijo: Chicos, chicos esperen un momento y ¿qué piensan hacer?
No pasó medio segundo cuando todos empezaron a hablar al mismo tiempo, y se escuchaban al unísono diversos planes de rescate del perrito. Uno de ellos, con una voz más alta que los demás, añadió:
—¿Pero nosotros solos? ¡Hay que avisarle a los otros cursos, necesitamos comida!
Sin que la docente se percatara, algunos niños que llevaban sus celulares que solo se usaban para emergencias familiares ya habían llamado a sus padres. Con un tono de indignación, uno de los niños le contó a su madre sobre el experimento, explicando que no lo iban a permitir. Añadió que necesitaban un bulto de comida para perros y muchas bolsas pequeñas para llenarlas y lanzarlas sobre la cerca de la perrera, para que el pobre perrito tuviera algo de comer.
—¡Buena idea! —dijo otro—. Hay que buscar ayuda con nuestros padres.
Celulares en mano, empezaron a llamar a sus padres en un frenesí de indignación y solidaridad. No había caso, había que llevarlos a la perrera. Los niños frente a la perrera, que era un muro de un pequeño cuarto vacío, le hablaban desde afuera, pero, por supuesto, la vieja perrera estaba vacía.
—No nos contesta... —dijo uno con voz quebrada—. ¡Pobrecito, no puede siquiera ladrar! Otros comenzaron a llorar, diciendo:
—¡Posiblemente ya esté muerto!
Al ver las reacciones de indignación y dolor de los niños, los estudiantes de los cursos de al lado comenzaron a salir de sus salones. Los chicos les escribían en hojas de papel: "¡Salgamos a liberar al perrito!" y los demás niños, contagiados por la pasión del rescate, también salían de los salones.
La situación se convirtió en un auténtico motín de pequeños defensores de animales
La sala de materiales de arte fue asaltada en un abrir y cerrar de ojos. Todo tipo de lanas, cuerdas, papeles de colores, marcadores y crayones empezaron a colgar de los árboles como tendederos de ropa. Avisos de protesta colgaban por doquier:
—"¡Liberen al perrito!" —clamaban algunos.
—"¡Son inhumanos!" —decían otros.
—"¡Amamos al perrito!" —se leía en varios colores brillantes.
—"¡Eso es violencia!" —exclamaban los más apasionados.
El patio del colegio parecía un carnaval de indignación. Cuerdas y lanas se entrelazaban entre los árboles, formando una red multicolor de solidaridad animal. Los papeles de colores ondeaban al viento, transformando el paisaje escolar en una vibrante manifestación artística de protesta.
Los investigadores adolescentes, que habían planeado un experimento “controlado”, observaban con ojos desorbitados cómo la situación se les escapaba de las manos. El objetivo de observar silenciosamente las reacciones había evolucionado en una revolución escolar que crecía minuto a minuto.
Miguel, tratando de mantener la calma y el control, se acercó a sus estudiantes, realmente preocupado y algo intimidado y les dijo, ganó la hipótesis 2.
—Creo que hemos subestimado el poder de la empatía infantil.
Los niños de varios cursos mirando los árboles adornados con mensajes y los niños corriendo con carteles improvisados, se preguntaban, ¡¡cómo una institución de avanzada hacía ese tipo de experimentos, inaudito, jugar con la vida de un pobre animalito!!
No habían pasado diez minutos de esta revolución, cuando los carros de algunos padres ya estaban frente a la entrada del colegio, cargados con bolsas de comida y bolsas pequeñas para lanzar a la distancia para el perro. El caos no se limitaba solo a las aulas y el patio. Los correos de la directora encargada, comenzaron a llenarse de reclamos y preguntas. Padres furiosos querían saber cómo podían realizar esos experimentos tan indignantes con un animalito. ¡¡¡Era antipedagógico, antiético!!!.
Los celulares de las secretarias y los teléfonos de la institución no paraban de timbrar. La protesta se había extendido hacia los padres de familia, creando una ola de indignación que crecía a cada segundo. Las voces en los teléfonos intentaban explicar desesperadamente:
—¡Es solo un experimento didáctico sobre ética! ¡No hay ningún perrito secuestrado muriendo de hambre!, pero los padres conmovidos por los relatos de sus hijos no querían escuchar razones. Algunos ya organizaban una marcha hacia la perrera ficticia, mientras otros exigían reuniones urgentes con la dirección del colegio.
En medio de la confusión, Miguel se encontraba acordonado por otros profesores, necesitaba salir de la institución para dirigirse a su otro lugar de trabajo en la Universidad. Conscientes de que la situación había escalado más allá de cualquier predicción, decidieron que era momento de una intervención más directa.
Mientras tanto, Fercho, el profesor de música, se unió a la protesta infantil. Con su guitarra Margarita en mano, comenzó a improvisar canciones y coros sobre la necesidad de liberar al perrito. La situación ya había alcanzado un punto en el que era necesario pausar el experimento e intervenir de manera institucional.
La directora encargada, quien también era la Coordinadora Actitudinal y profesora de ética, tomó la decisión de intervenir. Convocó a una reunión urgente de todos los estudiantes y profesores en el patio, y con un megáfono en mano, explicó la situación:
—¡Atención, atención a todos! —anunció con firmeza—. Ǫuiero que todos sepan que no hay ningún perrito sufriendo. Todo esto ha sido parte de un ejercicio didáctico sobre ética y empatía. Ǫueríamos ver cómo reaccionaban ante una situación de supuesta injusticia.
La directora continuó explicando el propósito del experimento y cómo se había salido de control. Agradeció la compasión y el sentido de justicia de los estudiantes, pero les recordó la importancia de verificar la información antes de tomar acciones impulsivas.
Con el paso de las explicaciones, los más pequeños seguían incrédulos y demandaban ver al perro sano y salvo. Ǫueremos ver al perrito, queremos ver al perrito al cual imaginaban forrado en los puros huesos!. Para fortuna de todos, una de las estudiantes investigadoras que participaba en el experimento vivía cerca de la institución y trajo a su perro, un boxer grande, fuerte y saludable. Les dijo a los niños:
—Miren, aquí está el perro, sano y salvo.
Al ver al perro realmente sano y feliz, los niños se tranquilizaron al instante. Regresaron a sus salones entre murmullos y comentarios diversos. Mientras tanto, quienes no sabían cómo controlar la situación eran los encargados de responder correos y llamadas, explicando a los padres lo sucedido. La situación duró cerca de tres horas, pero, a pesar del caos inicial, el experimento fue un éxito. Demostró que los niños son naturalmente empáticos y que esta es la base de respuestas éticas ante comportamientos injustos o inhumanos.
Aquello que había comenzado como un simple ejercicio, había demostrado ser una poderosa lección para todos los involucrados. Y aunque el caos inicial había sido intenso, la experiencia había dejado una huella profunda en la comunidad escolar sobre la importancia de la ética y la empatía en la toma de decisiones.
Ǫuienes contaron con alimento seguro para los próximos seis meses, fueron los tres perros de la institución quienes se encontraban guardados en la perrera nueva, en el lote contiguo recién adquirido.
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