Día 1: Partida y el templo del sol
Comenzar esta crónica días después de haber estado inmerso en la experiencia de lo que es una excursión se convierte, más que en la escritura misma, en un rompecabezas, es recomponer todas las piezas de la memoria, buscar en las sensaciones y en las fotografías tanto de la cabeza como del celular, sentir en el paladar los distintos sabores, son pequeñas pistas de lo que pudo ser ir a Perú con 38 estudiantes, Cediel y Luisa. Comenzamos, como la mayoría de los viajes suelen comenzar, en el aeropuerto. La cita era a las 3:30 am, íbamos llegando uno a uno con nuestras maletas. Creo yo que cada maleta representaba a la persona, y entre saludos, abrazos, bostezos y sonrisas nos fuimos al avión. Sorprendentemente despegar y todos los trámites que trae despegar salieron a la perfección. El vuelo de tres horas estaba acompañado del río grande y nos recibía con montañas llenas de terrazas, nevados por lado y lado y expectativa inundando el cuerpo.
Todo indicaba que el clima era frío, pero la acogida de Cusco fue calurosa. Recogimos las maletas y entonces se presentó el primer tropezón: una maleta se quedó en Bogotá. Realmente no era grave, era incómodo, cómo todo ese equipaje que armaste simplemente se queda. Así que con una maleta menos decidimos seguir al hotel, divididos en tres buses.
La primera impresión de recorrer las calles de Cusco era de asombro acompañado con un poco de confusión. Eran calles dejadas, casas simples, tiendas y vendedores en cada acera y ni un árbol a la vista. Nuestro hotel estaba ubicado en el centro de la ciudad, piedras en vez de cemento, construcciones uniformemente de blanco y mercados entre cuadras. Cuando se llega a un viaje, o tienes ganas de descansar o de una vez salir a conocer. Nosotros decidimos mezclarlos, comenzamos con el exótico y enigmático sabor de la chicha morada, una bebida a base de maíz morado, que causaba sentimientos encontrados y dependiendo del paladar de cada uno gustaba o simplemente podían dar ganas de escupirla.
Después de esos primeros sabores, fuimos a un lugar llamado el templo del sol. Estábamos a tan solo 15 minutos de lo que fue una de las ciudades y espacios más importantes y sagrados de Perú. Tan importante era, que fue destruido y saqueado en los tiempos de la Colonia. Entre ventanales, arena y piedras, que tenían un propósito sagrado, estaba como incrustada la arquitectura de las catedrales españolas, usaban los rostros de los dioses de la cultura inca y los ponían en los tradicionales cuadros como la última cena. Los imponentes muros, las columnas bañadas en oro, las flores y la madera te llevaban muy lejos de Perú, pero la gente y sus relatos te volvían a acercar.
Ya este infinito día se iba acabando, se sentía como dos días en uno, pues habíamos viajado, recorrido la ciudad y ahora íbamos a un restaurante para nuevamente retar a nuestro paladar, con ceviche, pastas, pescado y salsas, entre música, risas y frío, que se iba entre la calidez de estar en un viaje con Proyectivo C.
Día 2: Moray y telar Saras
Un nuevo día, una nueva mañana, un nuevo lugar por conocer, un amanecer diferente en una cama diferente.
Si se quiere viajar y conocer, levantarse temprano debe ser como un ritual, y así fueron todos nuestros días. Estábamos reunidos a las 7:00, casi 7:30, para desayunar. Algo bastante curioso era que los desayunos eran todo lo contrario a la gastronomía peruana: pancakes y milo. Salimos en buses acompañados de nuestros tres guías hacia los telares, después de unas dos horas de recorrido llegamos a una pequeña casa, que por afuera no daba ningún vestigio de todo lo que se encontraría dentro. Comenzaba con el saludo de unas alpacas que podíamos alimentar, también había cuyes en una especie de casita solo para ellos y, si seguíamos un poco más al fondo encontrábamos todo el escenario, el epicentro de donde nacen esos gorros de lana, esas ruanas, estos guantes tan famosos de Perú. Mientras tomábamos un deleitante té de coca, una mujer bastante carismática con chistes e ironías nos contaba el proceso desde la alpaca hasta una tela. Vimos cómo una hoja limpia más que todas las fórmulas de un detergente, vimos cómo un gusano al ser aplastado da los tintes perfectos. Eran miles de colores, de olores y de movimientos. Aprendimos también que hay diferentes texturas de la lana, la más delicada, la baby alpaca y seguida de esta la de la alpaca en sí, que venía siendo un poco más gruesa.
Claramente todo esto nos dirige a la parte final, que era comprar y con esto apoyar el “proyecto” de estas comunidades. Era un salón lleno de abrigos de lana, tapetes, gorros, guantes y ponchos. De esta forma, cada uno lleno de sus detalles se fue al bus, dimos una pequeña caminata por los distintos lugares del Chinchero hasta llegar a uno de los miradores más esplendorosos. Parados en una gran plataforma, si es que se puede llamar así, veíamos valles arenosos, con algunos árboles larguísimos y al fondo unas montañas con esas terrazas tan características. Caminamos entre piedras hasta, ahora sí, dirigirnos a los buses con rumbo a Moray.
Al llegar no se veía más que un gran valle desértico, pero si se daban unos 50 pasos más, estabas en el borde de lo que era una de las grandes invenciones de los incas. Se veía un gran hoyo, lleno de terrazas de piedra milimétricamente puestas, con caminos para que el agua recorriera y llegara hasta el fondo y sobre todo para que las plantas dieran su cosecha. Estas terrazas cumplían la función de un vivero, cada nivel tiene cierta temperatura y cada planta necesita cierta temperatura. Entre más se baja, el viento disminuye y el calor aumenta, y así con otros dos “hoyos”. Estar parado en el punto más alto y en el borde te hacía sentir un poco insignificante frente a toda la ciencia y la grandeza de esas terrazas.
Algo inolvidable eran los trayectos en bus. Eran tan fotogénicos. Se podía ver el sol saliendo en el momento perfecto, un cactus en la mitad de la nada con un atardecer de fondo, eran como pequeñas pinturas que nos perseguían. En medio de esa persecución llegamos a Valle Sagrado, al lado teníamos el río Vilcanota.
Llegamos a uno de los momentos más anhelados: un almuerzo tipo buffet donde todos los sabores te ponían nuevamente a prueba. Arroz, papas nativas, distintas carnes, verduras y guisos te hacían dudar de qué escoger, a tal punto que cogías dos platos y probabas todo. El restaurante quedaba en un cuarto piso, era como una especie de terraza donde el sol pegaba en forma de abrazo y la vista te daba un respiro después de tantos recorridos y horas en bus.
Preguntado por cuál fue la comida favorita del viaje a distintas personas, definitivamente ese restaurante se lleva el premio, pero estar allí el resto del día no era una opción, teníamos que seguir, subir más terrazas, ver más alpacas, y exactamente así fue. Como ya estábamos en Valle Sagrado había que conocer otra ciudad o templos más importantes: Ollantaytambo, que significa lugar de observación desde lo alto. Para llegar a lo alto había que subir terrazas de piedra durante unos 30 o 40 minutos, dependiendo de tus pulmones. Era como un laberinto allí arriba y efectivamente podías observar casi todo. El tiempo era cada vez más corto y entre más tarde se hacía se comenzaba a sentir ese frío del que tanto nos avisaron.
Como si fuera poco, después de todo lo que habíamos hecho ese día llegamos al hotel de Valle Sagrado. Supuestamente llegábamos a descansar, bañarnos y cenar, pero es inevitable jugar fútbol cuando ves una cancha en la mitad de la nada a casi 4.000 msnm. Eran las 5:30 de la tarde y sorprendentemente ya estaba oscureciendo, pero ese no fue impedimento para hacer un partido. Con un parlante y una linterna, 12 estudiantes intentaban ver la pelota y meter gol, para al final cerrar este encuentro con penales.
Mientras unos jugaban con un balón, otros estaban dedicados a las mímicas y las risas, para terminar encontrándonos nuevamente todos para cenar.
Ya estaba todo oscuro y completamente frío. Todos estábamos con los rostros llenos de cansancio, pero aún faltaba un momento importante. Para hacerlo aún más romántico, alrededor de una fogata nos sentamos simplemente a hablar de cómo nos habíamos sentido en la excursión. Comenzamos cantando vallenatos, Sin medir distancias, y terminamos dándonos un baño, quitándonos la arena casi a las 11 de la noche.
Día 3: Machu Picchu
Al profesor Nicolás Cediel, padre putativo de la promoción, el viaje del tercer día pudo parecerle un atípico género de déjà vu. Ya había tenido la oportunidad de visitar Machu Picchu en años anteriores, y cuando el sol rasgó nuestro malformado descanso, sintió en la parte alta del pecho que era hora de desandar el camino. Aparte de él, pocos estudiantes podíamos figurarnos la magnitud de los paisajes, visibles e invisibles, que nos acogerían en las próximas jornadas. Temprano abordamos el bus que nos llevaba a Aguascalientes. Los minutos se consumieron a fuego lento entre dos fenómenos paralelos: el trote del lenguaje entre una boca y otra en cada rincón del vehículo y el surgimiento de las montañas al otro lado del cristal. La memoria me falla al intentar recordar cuánto tiempo duró el trayecto. Cuando el autobús se detuvo, contemplamos un camino asolado que nos dirigía a una estación de tren. Podré recordar mucho tiempo aquel lugar de paredes metálicas; los peldaños de piedra que nos llevaron a él; el ánimo incierto pero entusiasta en el rostro de mis compañeros. Ante nosotros se extendía un riel infinito, bombardeado por las cargas descaradas del sol, contorneado por una plataforma donde estaban dispuestos techos y sillas. Nos acomodamos para esperar la llegada del tren. Algunos se afanaron para fosilizar el momento en una cápsula fotográfica; otros se sentaron a intercambiar intrigas bajo la sombra de una techumbre; uno que otro no salió del asombro de estar a un paso de Machu Picchu y se quedó absorto en las vías. Quiera el mundo que la mirada nostálgica de esos contempladores se haya enredado en los rieles y no haya vuelto a Bogotá con nosotros: que algo de la promoción quede en ese otro mundo.
El primer trayecto del tren (no así el de la tarde) transcurrió de manera tranquila. Algún ingeniero sagaz nos dotó la suerte de contar con ventanas en el techo, artilugio que permitía compenetrarse con las montañas aún sin estar sobre ellas. La naturaleza ya iba adoptando su rol de manta protectora, mitad enigmática y mitad familiar, que no terminaba de cobijarnos en tanto el lenguaje que usábamos le era impropio y huraño. Pero la sentíamos. Era cuestión de voltear la mirada hacia el monte y descubrir un ecosistema distinto al colombiano, y aún en esa diferencia hallar la belleza y el asombro. El curso vivía un preludio de lo que luego le recibiría. Cuando el tren se detuvo, emprendimos una marcha corta y amable a través de Aguascalientes; vimos tantos rostros y tantas manos; recibimos instrucciones varias, todas enrutadas al cuidado recíproco del grupo. Un último bus nos condujo a la desembocadura de la maravilla. Y era un asunto de cuento; 38 miradas clavadas en el espesor de la ventana; las palabras mudas frente a la mudez del monte; aquellos dos silencios bailando un ritmo confuso y perdiéndolo para ordenarse, transmutarse, volverse una misma entidad de asombro y tiempo lento. Luego olvidar los ritmos y las trovas, posar el pie sobre la roca, entornar la mirada hacia arriba y descubrir agraciadamente que el bus se ha ido; ya no está la carcasa de metal que nos separa de la vida; ya no se yergue sobre el suelo esa placenta móvil y tímida; hemos nacido. Nacimos y andamos nuestros primeros pasos sobre Machu Picchu. Así se movía el curso.
Es preciso traer a colación el desánimo generalizado de Proyectivo C cuando, recién empezando a planear la excursión, se anunció a Perú como uno de los destinos posibles. El grupo no encontraba mayor encanto en un país del que conocíamos poco más que las palabras “Lima”, “Llama” y “Machu Picchu”. Ahora hendíamos en el calor de aquella maravilla del mundo y nos comíamos nuestras palabras, como si el anonadamiento sirviera de retribución. El bus nos había dejado a unos pasos de la montaña. El clima era árido, rayado de sol. Nos enrutamos en una fila fija y nos repartieron collares azules; según la letra con que nos designaba en el collar, nos dividieron en tres grupos. Cada pequeña multitud perseveró en sus intentos por aprovecharlo todo; aprovechar la caminata, sobre unos pies cansados que se toparon con escalones de madera y más allá con piedra; aprovechar el calor, que nos daría pocas visitas como esa en lo que quedaba del viaje; aprovechar los amigos, los finitos amigos, con quienes ya podían sentirse los aires de un cierre inevitable. Un guía nos narró la historia surreal de la ciudad; que fue construida por los incas y aislada ante la llegada inminente de los españoles; que fue descubierta dos veces, una por campesinos y otra por ingleses. Su voz develaba la misma maestría y el mismo resquemor de don Pedro, el guía de Teyuna. La arquitectura de Machu Picchu era una auténtica obra de arte, de espiritualidad y de olvido. El curso pudo apreciarla en todos sus bemoles, subiendo y bajando por los vericuetos de piedra que articulaban sus diversas zonas; sus terrazas impávidas; sus escaleras angostas.
A lo largo del recorrido me visitó un pensamiento incierto: que cada miembro del curso debía resolver un dilema para consigo mismo, cómoda o incómodamente, en lo que restaba del viaje. Debíamos decidir si guardar el recuerdo del ruido o el del silencio. Uno podía quedarse contemplando la montaña, como dedicado científico o poeta, y sacrificar cualquier conversación con el hermano de al lado. Uno podía sentarse en una saliente de roca y sucumbir en la ilusión de tener el mundo en frente, la belleza encarnada, y guardar sus palabras para algún otro día de menos hallazgos. Pero no era menor la alternativa de hablar; comentar con el compañero el paisaje o el vínculo; aprovechar el camino impredecible de Machu Picchu para trabar contacto con quien antes pudo ser ajeno (sacrificando, tal vez, parte de nuestro espíritu contemplativo). ¿Entonces optar por el silencio o por el ruido? Quizá la respuesta sea el equilibrio; con esa me tiendo a contentar. Y es arduo hallar el equilibrio en un camino tan intenso, plagado de extremos, como un dodecágono o un decágono o en el mejor de los casos un venerado octógono. Ya estará entendiendo el lector que el escribano de esta página no logra contener las ganas de desviarse (quizá con la esperanza de no acabar la crónica nunca, quedarse para siempre en Machu Picchu). Y así también se iba desviando el curso, concienzudo, por cuantos senderos le revelaba el guía. La presencia multitudinaria de turistas limaba ciertas crestas de impresión, pero conseguimos sobreponernos al flujo de cuerpos para admirar las ruinas, y así gastamos nuestro tiempo hasta que se nos indicó que habíamos llegado al final.
El viaje de regreso es digno de un capítulo aparte en este relato por una buena parte del grupo que pasó las horas más confusas del viaje, tal vez las más temidas. El tren fue la posada de una serie de manos y caras tristes, enfermas o sepultadas por el sueño. Un sabor agridulce consumía nuestras actividades, que intentaron desembocar en juegos y conversación, pero no pudieron librarse de la carga de haber estado expuestos al calor durante horas, a una altura distinta, en un país ajeno. Nos bajamos del tren con el cuerpo exprimido de energía. Andamos los pasos justos y necesarios para volver al hotel. Algunos llevaban tristezas y otros, indiferencia. Yo me sorprendí, felizmente, de que el curso fuera un mosaico tan heterogéneo, aún en los asuntos de la emoción.
Día 4: Montaña de los siete colores
Imagine el lector que alguien prende fuego a esta crónica y, a medida que desaparecen sus páginas, mejor o peor logradas, también se deshacen las memorias. Pero no entienda “deshacer” por olvido, sino por la propia destrucción de los episodios de nuestro viaje: que se queme este texto y de pronto no hayamos vivido nada. Si tal escenario sucediera y me pidieran rescatar dos momentos, dotado de dos frascos de agua, sin temor a obrar por la mayoría del grupo, salvaría la despedida y el ritual de Vinicunca. El destino del cuarto día era tal vez el más enigmático: a diferencia de Machu Picchu, Cediel no tenía el privilegio de decir que lo había visitado. En fotos aparentaba ser un paraíso de franjas rojas y naranjas y blancas; muchos asumíamos que el paraje real no estaba vestido con prendas iguales, sino que algún editor se encargó de avivar el color como alimentando una bestia fotográfica. Para mi sorpresa, la realidad no distaba tanto de la impresión digital.
Luego de pasar varias horas en un bus nuevo (de tantos buses que conocimos, de tantos que aprovechamos para cantar vallenato o dormir o charlar y de tantos que desdeñamos en las edades del aburrimiento), encaramos uno de los retos más laboriosos para nuestros pulmones. A una altura de 5.040 metros sobre el nivel del mar, separada 110 kilómetros de Cusco, Vinicunca figuraba en nuestra imaginación como un trayecto mucho más sencillo de lo que en realidad era. No escasos compañeros sintieron pulsaciones exageradas en el pecho, dificultad para respirar, temblequeo en piernas y rodillas. Era notable que en la caminata cada uno sostenía su propio ritmo, y aún su propio ánimo, tanto que el curso parecía pesar distintos pesos, respirar multitud de aires, caminar diferentes montañas. Unos optaban por adelantarse y alcanzar primero la cima; otros se comparecían de los andares más trastabillantes y les prestaban sus servicios; hubo quienes contemplaron la naturaleza hasta quedar ciegos de paisaje; hubo quienes charlaron demasiado y les terminó doliendo el pecho; y entre tanto mundo y tanta vida, se fue avisando a sí misma la nostalgia. Yo la recibí temprano, recién iniciada la marcha, en un umbral desordenado, el habitáculo de una mente asfixiada en asombro. La vi pasearse como soberana por mis salas, pintar de colores ocre cada esquina, volver a la puerta y gritar “¡estás en tu último año! ¡Ama el viaje y recuerda!”.
Desde la cumbre de Vinicunca el paisaje era un punto y aparte. Nada que yo hubiera visto (además de un par de recuerdos difusos) expresaba con detalle tan exquisito el sentimiento de “inmensidad”. Quienes llegamos al punto más alto tuvimos una panorámica completa del vecindario de montañas. Era absurdamente diversa la naturaleza de cada pico; algunos nevados y otros desnudos; unos rocosos y los del fondo, brotados de verdor. Algo en el instintivo olor de la montaña llevaba la mente a perderse en recuerdos. Oportunamente, los guías tenían preparado un ritual para ese caudal de melancolía. Luego de un tiempo apreciando la altitud, a plena vista o con la intermediación de la cámara, el grupo descendió por el mismo camino que nos vio ascender. Y fue como desandar el camino del colegio, peldaño por peldaño, ya sabiendo lo que nos habíamos de encontrar: los primeros años, el inicio del mundo, Exploratorio y los hallazgos de la infancia. Luego la adolescencia y el ruido, Contextual y la pandemia, tantos días y tantas noches desperdigadas en la montaña. Los guías nos detuvieron a mitad de la caminata. Un vasto potrero árido e inclinado nos servía de tarima. Sobrevolaban un par de aves, fueran águilas o cara cara, como nos las presentaron. Entonces el curso formó un óvalo imperfecto de cuerpo alrededor de Cediel y Luisa, que acataron con diligencia las instrucciones de los guías.
“Vamos a hacer una ofrenda” dijeron “como solían hacerlo los incas en este mismo lugar. A nombre de todo el grupo, los profesores tomarán una hoja del suelo y se la llevarán a los labios, y en silencio pensarán aquello por lo que están más agradecidos”.
Cediel y Luisa cumplieron con gracia. No hubo más que silencio mientras la ofrenda se llevaba a cabo. Los 38 hermanos aguardamos con paciencia a que los párpados de los profesores se divorciaran y dejaran pasar la luz. Luego la totalidad del ecosistema se redujo a un par de hojas. Sus márgenes eran los bordes de nuestro entendimiento. Lentamente, mientras los profes las dejaban volar, sentí sobre mi piel la actividad de un escribano; alguien redactaba, en siete caligrafías y siete colores distintos, la palabra “gracias” una y otra vez. La adiviné subiendo por la comisura de mi codo; conjurando sus efectos sobre el pináculo del hombro derecho; saltando a otras pieles y otros nombres y otras vidas. La voz de Luisa se alzó sobre el mutismo mientras la palabra continuaba brincando, tornando fértiles las superficies que tocaba. “Pasaremos a una segunda fase del ritual”, nos dijo, “formaremos un círculo, y al compañero de la derecha le susurraremos un mensaje, y solo él será acreedor de ese mensaje: él y la montaña”. Ya a esas horas, Proyectivo C había hendido lo suficiente en el bioma de la nostalgia, a tal punto que era imposible encontrar entre la multitud de chicos uno que sintiera solo por sí mismo y no por los demás; que estuviera diseccionado del aliento colectivo y sus diversas manifestaciones; que admirando el paisaje no distinguiera algún árbol similar a los arbustos del Merani, una brizna de viento como la del ventilador, la solidez de un suelo análogo al cemento de canchas azules. Todos sentíamos un mismo pulso y una misma urgencia. Si alargábamos la mano hacia el otro, juntábamos dos manos de la misma criatura; si le susurrábamos a un oído ajeno, las palabras sonaban en el nuestro.
Como lo predijo Luisa, solo el compañero del lado y la montaña guardaron las consignas. Fueron diversos nuestros mensajes, en su mayoría breves, como el propio viaje. Algunos lloramos luego de escuchar y pronunciar tantas palabras en voz baja. Agota a la mente pensar en el silencio, pero es imprescindible hacerlo. Así el silencio y el final se van juntando, mezclas dulces e indistintas, y velan el camino de regreso por la empinadura de Vinicunca.
Día 5: Laguna de Humantay
Qué difícil era madrugar cuando solo tenías 4 o máximo 6 horas de sueño en tu cuerpo. Esta vez ya no eran ni las 8:00 ni las 7:00 a.m., eran las 4:00 a.m., y tanto era el afán que el desayuno tuvimos que tomarlo en otra estación de esas tantas que tuvimos durante el viaje. Ya es claro que fuimos en esos buses hasta lo que sería el inicio de la caminata más larga de esta excursión. Lo primero que se veía eran los nevados al fondo y, a medida que se avanzaba en la caminata, se acercaban más a ti. Así como estaba el nevado también había caballos dispuestos a ayudarte. Algunos de nosotros no querían ser ayudados, confiaban plenamente en sus piernas; otros decidieron montarse, pero sin importar la manera en la que llegaras no dejaba de ser magnifico, si es la palabra que se puede usar para expresar toda la combinación de sensaciones. Al llegar sentía ganas o de lanzarme a la laguna para estar sumergida en ese azul tan puro, en ese verde tan claro y esas aguas tan limpias, o de salir corriendo a alcanzar la nieve de los ansiosos nevados, pero simplemente quedaba observar, admirar y tomar fotos. La altura, la distancia, la temperatura y el paso del tiempo afectan a tu cuerpo de una u otra forma. Eran inevitables el ahogo, los interminables dolores de cabeza y el cansancio. Muchos se sentían realmente mal, pero esa agua purificadora te daba un pequeño y efímero alivio.
Después de tanto deleite visual, como subimos teníamos que volver a bajar. Psicológicamente siempre sentimos que devolverse no implica ningún desgaste, por lo cual fue rápido volver a estar en los buses y llegar al hotel. Algunos querían descansar y arreglarse; otros necesitaban llevar a casa esos detalles que por más pequeños que sean, si son de un viaje, son memorables.
Para ir cerrando lentamente este viaje, también teníamos que darle una despedida al paladar y a los sabores tan mencionados. Por eso fuimos a un restaurante no solo a comer, sino a escuchar, escuchar música en vivo, escucharnos y sobre todo sonreírnos por todo el tiempo que se nos había pasado. Dentro de todo eso también nos escribimos, escribimos qué le deseábamos al curso para luego, en el hotel, decirlo en voz alta. Pero no solo nos dijimos nuestros deseos, nos dijimos lo que significó para nosotros viajar con 39 más, conocer no solo Perú, sino conocernos y reconocernos, para intentar no olvidarnos en lo que nos queda por recorrer. Algunos se desvanecían en lágrimas y otros se desvanecían en silencio, otros se iban en el sueño y otros en los nervios, pero al fin y al cabo estábamos todos desvaneciéndose en el cariño de Proyectivo C.
La música es una gran compañía en los vuelos largos de avión, en esos trayectos de los buses y ahora era nuestra forma de cerrar todos estos sentimientos, con música, baile y un poco de curdo.
Día 6: Despedida
Bienaventurado el que hace del final su monumento: sin temor a desfasarse, ubica la piedra y la detalla. Así conviene hacer con las grandes y pequeñas despedidas, aquellas que se ciernen sin pedírselo, aquellas que nos son notificadas. En la madrugada del sexto día comenzaban a sentirse los aires del cierre de la excursión. El curso se levantó con el cuerpo entumecido, arrastrado apenas por una instintiva inercia, el hambre o las instrucciones de los profesores. Cinco días de marea incesante habían dejado estragos graves en nuestro entusiasmo. Quienes no dieron testimonio de daños en el estómago, corrieron la suerte de verse envueltos en gripas o torceduras de pie. Durante el desayuno, todas aquellas incomodidades afloraron en comentarios medio enterrados bajo las sábanas del sueño. Ojos apenas entreveían otros ojos; el huevo revuelto era difuso, también el café. Luego de un par de minutos nuestro penúltimo bus nos condujo a un paradero de ruinas y miradores. La cultura inca nos dio la despedida en un abrazo soleado, adornado con crestas de césped, y los guías asentaron el ritmo con cierta melancolía. Cediel tomó fotos eligiendo los rostros que le faltaban y cada uno de nosotros le dedicó al otro lo que era capaz de dar.
No recuerdo cuántas veces como curso nos burlamos del nombre de nuestro último paradero. Ni siquiera alcanzo a evocar el mencionado nombre, porque la conjunción de múltiples risas lo habían convertido en “Sexy Woman”. Así quedó nombrado, para Proyectivo C, el promontorio de restos incas que se extendía por kilómetros, sobre el cual se erguían un par de miradores. La voz del guía sonaba muy levemente entre tanto sueño. Recién nuestros cuerpos se acostumbraban de nuevo a la caminata, luego de a duras penas cuatro horas de descanso. La luz dibujaba en el suelo distintos caminos propensos a ser tomados. La visita a ese último santuario fue más libre y menos inspeccionada por los guías, que habían desistido en su intento por fotografiar al grupo cada cinco minutos. Algunos compañeros manifestaban con creces su debilidad y, aun así, llevaban su cuerpo al límite para permitirle a su vista apoderarse del paisaje. Un último mirador nos recibió con soberana alegría, justo cuando la arena del reloj de la excursión iba anunciando sus postreros gramos.
El curso se devolvió al bus una hora después de haber desembarcado. El trayecto fue veloz, en tanto varios de nosotros nos dormimos y lo percibimos desde la penumbra. De vuelta en el hotel, nos fue dado un tiempo para arreglarnos con la ropa que más nos gustara. Los profes nos dijeron que había tres planes figurados para la noche: una cena-show en un restaurante cercano, una ceremonia de cierre simbólico o una fiesta para elevar los ánimos y despedir la excursión. Proyectivo C estuvo dispuesto a asistir a los tres.
Obviedad no es decir que el cierre nos hacía ilusión a todos. En otros grupos, el cansancio habría podido ganarle a la emoción por dejar huella con sus compañeros. Si en algún tiempo había sido así para nosotros, ese tiempo se había ido. Los 38 nos alistamos para salir a la plaza de Cusco, que a esas horas ya era bombardeada por las cargas de luz de sus farolas. La ciudad, por la noche, era un auténtico océano de luciérnagas, que cobijaba desde las montañas hasta la catedral. Solo un observador consagrado habría conseguido diferenciar las luces eléctricas de una multitud de verdaderos insectos. El curso se dividió en dos grandes grupos. El primero, que salió más temprano, tuvo el privilegio de pasar unas horas comprando en la plaza. El segundo descansó en el hotel hasta que llegó la hora, tanto tiempo anunciada, de la última cena.
La mesa que hospedó al curso durante la comida era lo suficientemente larga para soportar 38 trozos de papel que Cediel nos fue entregando. Y recuerdo que los papeles pesaban más que cualquier otro objeto de la mesa; que al agarrarlos sentía cómo creaban su propio campo de gravedad; que luego de recibir las instrucciones de Cediel, de escribir sobre esos trozos nuestro deseo más sincero para el curso, el grafito del lápiz tendió a distribuirse solo, independiente, sobre las lomas blancas. Luego se fue el hambre y abundó la nostalgia. La tarea de escribir un final ocupaba todos nuestros sentidos. Algunos insertaron tonos graciosos en sus mensajes; otros prefirieron mantenerlos concisos, sustanciosos; unos tantos se desbordaron y sufrieron el no tener más tiempo para llenar cada rincón de la página.
La cena estuvo acompañada, en el fondo del restaurante, por un espectáculo de música y danza peruana. Los compañeros del extremo izquierdo de la mesa corrieron la suerte de ser invitados a bailar. Mientras tanto, una multitud de distintas conversaciones fluían en la mesa. Y cada una de esas charlas se fue minando a sí misma hasta que no quedó nada de ella; todo había sido dicho; el diccionario del curso se había colmado de cientos de palabras y silencios. La cena terminó luego de un breve anuncio de Cediel y todos bajamos las escaleras del restaurante para sentir la brisa nocturna de la ciudad, caminar por las cuadras repletas de turistas, volver al hotel una última vez.
Nos reunimos en el salón que habíamos utilizado todas las noches para realizar las reflexiones del día. Cada uno ocupó su puesto habitual, consciente de que era la última vez que se sentaría allí. Cediel y Luisa dieron algunas palabras de apertura, enfatizando la importancia de los cierres. Y luego inició el prodigio de la palabra, que con astucia se trasladaba de boca a boca buscando el mejor transmisor para cada mensaje, poseyéndonos a los integrantes de la promoción para hacernos voceros de su prosa. Es difícil no mencionar nombres cuando el discurso de cada uno estaba tan intensamente impregnado de su identidad. El solo decir “partido”, “fotografía” o “poema” evoca de manera irremediable a algún miembro del curso, que utilizó esas palabras para agradecer y despedirse. La excursión sirvió como catalizadora de mensajes que de otra manera habrían permanecido en silencio.
Y el tiempo transcurrió, y hablar en ese cuarto era imprimir sobre la vida nuestros signos, dejar testimonio de quiénes penaron la pandemia en los años de su adolescencia temprana; quiénes temieron a Mechas en su primera clase para luego reír con él; quiénes detestaron los niveles de dos preguntas de Yesid para luego narrarlos como epopeyas; quiénes vivieron sus amores y sus desamores y sus amistades largas o breves a lo largo del recorrido de un curso que fue mutando de salón; quiénes no se dieron por vencidos cuando la tesis les azotó con cansancio o malos comentarios de Ximena; quiénes habitaron Machu Picchu, luego de tanto, luego del tiempo, luego de haber sido niños tras los basureros de la reja, caídos y embarrados por el asombro. Olvido y silencio podrían venir, pero las palabras cosidas por doce años a cuenta de nuestros pulgares eran un miembro aparte del tiempo; sentí como si los mensajes de todos nosotros, los buenos deseos y las gracias, cortaran el cordón umbilical que los volvía dependientes a la memoria y de pronto fueran otra cosa, acaso más amable, menos individual y más humana, un déjà vu hecho materia y separado de nosotros. Un animal vivo, una llama, una llamita. Así íbamos formando un curso paralelo a nuestro curso, unos rostros duplicados que se salvarían si nosotros no lo hacíamos. Y en honor a esos rostros, cada uno recibió una garza de origami, conmemorando el silencio, la distancia que preveía la graduación, la esperanza de vernos una y cien veces a través de esos yo duplicados.
Sirvió la fiesta como un tránsito entre la carga emocional de la despedida y el viaje de regreso. Nos reunimos en un bar cercano al hotel y algunos bailamos. Algo en el aire me indicaba que el final, como debía ser, era tranquilo. A la mañana siguiente la inercia nos arrastró de nuevo, esta vez al aeropuerto. Un instante pudimos volver la vista atrás, más allá del vidrio del bus, y vimos los rastros de polvo que el sendero desprendía. Nos figuramos el avión, tan distinto a Cusco. Creo que a todos se nos vino a la cabeza, al unísono, que la vida era injusta a nuestro favor. Y los remolinos de polvo continuaron escribiendo caracolas en el aire, hasta desvanecerse el camino.