Raíces de esperanza: la educación y el totumo en comunidades rurales

30 de noviembre de 2024
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A las 6:00 a.m. partimos desde Ariguaní, Magdalena, más conocido como “El Difícil”, rumbo a la sede principal de la Institución Educativa El Brillante, en el municipio de Pijiño del Carmen. A esa hora, las calles permanecían en silencio y la mayoría del comercio seguía cerrado, excepto uno que otro puesto de frituras en la carretera principal, típica opción de desayuno para muchos de la región. Sin embargo, para nosotros, poco habituados a este tipo de alimentos tan temprano, no resultaba la mejor elección.

Afortunadamente, Ángel y yo habíamos previsto esta situación la noche anterior, por lo que visitamos una pequeña panadería local. Allí, además de disfrutar unas bebidas refrescantes, compramos panes recién horneados y un par de botellas de agua, que se convertirían en nuestras provisiones para el largo recorrido que nos esperaba al día siguiente.

El trayecto comenzó por la carretera nacional, con algunos tramos pavimentados, pero pronto nos adentramos en el corazón rural de la región, donde los caminos de asfalto desaparecen y la vía destapada se extiende por más de 40 kilómetros. A lo largo del recorrido, el terreno parecía un inmenso llano, aunque no tardaron en aparecer pendientes suaves pero traicioneras. En época de lluvias, estos desniveles se convierten en auténticas trampas de barro que complican enormemente el paso de las motos, los carros y los camiones que sirven para abastecer a esas veredas. Afortunadamente, el clima fue favorable y, acompañados de buena música, logramos llegar a nuestro destino tras 90 minutos de viaje.

Al llegar al colegio, nos recibió un grupo de profesores con una actitud cálida y hospitalaria. Nos explicaron que seis de ellos viven en la sede principal, mientras que los demás habían viajado desde distintas subsedes dispersas en un radio de 70 kilómetros. Vestidos con botas pantaneras, impermeables y ropa resistente, dejaban claro que estaban preparados para enfrentar terrenos difíciles y climas impredecibles. Desde ese primer momento, pude percibir que cada docente lleva consigo mucho más que una vocación. Cargan las historias, los desafíos y las herramientas para desenvolverse en un entorno rural donde la educación trasciende las aulas, convirtiéndose en una misión profunda y exigente, marcada por la adversidad y altos niveles de compromiso personal y social.

Antes de iniciar la jornada, tuve la oportunidad de recorrer parte de las instalaciones del colegio. Caminé por algunos salones de clase y observé los dos murales que destacaban en las fachadas. Los espacios, aunque amplios, apenas contaban con pupitres para 8 o 10 estudiantes cada uno. Las instalaciones estaban notoriamente deterioradas, reflejando el paso del tiempo y la falta de mantenimiento: techos incompletos, con algunas secciones caídas, pupitres dañados y paredes marcadas por el desgaste.

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Los murales llamaron mucho mi atención. Uno de ellos mostraba el himno de la institución junto al escudo, destacando los valores del colegio y su identidad. El otro, sin embargo, me dejó una impresión más profunda, ya que hacía referencia a la maternidad adolescente como “la materia difícil de llevar”. Aquella imagen con tal peso simbólico y real parecía resumir, con crudeza, los desafíos que enfrentan no solo las estudiantes, sino también las familias de la región, donde la educación, la vida familiar y las responsabilidades se entrelazan de manera compleja.

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Una vez iniciamos la jornada, nos reunimos con el equipo docente y directivo de la institución. Dada la dispersión de las sedes, reunir a estudiantes y familias en una sola jornada resulta prácticamente imposible. Muchos de ellos viven en zonas remotas y las dificultades para transportarse son evidentes: caminos extensos y difíciles, escasos medios de transporte y condiciones económicas que hacen inviable costear los traslados. Incluso para algunos profesores fue imposible llegar debido a las lluvias, lo que fue una muestra clara de otro de los desafíos diarios que enfrenta esta comunidad educativa.

Aprovechamos para compartir y escuchar las experiencias diarias del equipo docente. Fue un espacio valioso para comprender de primera mano cómo lidian con la falta de recursos, las condiciones climáticas adversas y el constante desafío de la deserción escolar, que se agudiza con la llegada de las lluvias. La conversación fluyó entre anécdotas, preocupaciones y propuestas, pero sobre todo me permitió observar la entrega y compromiso que cada docente deposita en su trabajo. Aquí la educación va más allá de las aulas y las asignaturas: es un acto de resistencia en un contexto donde las circunstancias pueden volverse abrumadoras.

A medida que avanzaba la jornada, nos enfocamos en identificar los retos más urgentes y explorar soluciones conjuntas. Para ello, realizamos un taller de lectura contextual en equipos, donde, a partir del análisis de una problemática en otro contexto, pudimos profundizar en las particularidades del entorno local y facilitar un análisis colectivo de las necesidades específicas de la institución.

Más adelante, entrevistamos al rector y al coordinador, quienes compartieron su visión sobre los cambios y oportunidades que han identificado gracias al impacto del Proyecto de Transformación Pedagógica liderado por el Instituto Alberto Merani en su entorno escolar. Ambos coincidieron en que, a pesar de las dificultades, siempre hay lugar para la esperanza.

Subrayaron que su participación en este proyecto les ha permitido fortalecer las dinámicas dentro del aula, impulsar la cualificación continua del cuerpo docente y promover un trabajo en equipo más cohesionado. Estos pilares, señalaron, no solo son necesarios para mejorar el desempeño académico, sino también para construir una comunidad educativa más sólida y resiliente, capaz de enfrentar las complejidades del contexto rural. Ellos expresaron lo aislados que se encuentran de la realidad nacional, comentaron no haber recibido una visita como esta, lo que dejó en evidencia la importancia de este tipo de acompañamiento. La conexión directa con actores externos les permitió sentir que su trabajo no pasa desapercibido y que, a pesar del aislamiento y las carencias, es posible encontrar aliados que fortalezcan su misión educativa.

Para culminar la jornada, compartimos las ideas principales del taller y escuchamos atentamente a cada docente. Facilitamos la participación fomentando la lectura lenta y la escucha reflexiva para generar una conversación profunda sobre nuestro rol como docentes. La intención ha sido llevar la experiencia vivida al aula de clase, inspirar a los maestros para replicarla con sus estudiantes y así convertir cada espacio educativo en un lugar de transformación.

Al final de la jornada, tuve una conversación especial con el rector, Carlos González, un hombre alto, de voz firme y afable, cuya pasión por la educación era palpable. Con orgullo, me invitó a caminar hacia el frente del colegio. Mientras los intensos rayos del sol de la media mañana se filtraban entre las ramas, Carlos se detuvo junto a un espléndido árbol de totumo (Crescentia cujete) que nos brindaba sombra. Entre sus ramas, frutos grandes y esféricos se mecían suavemente con la brisa.

Carlos me relató cómo, desde tiempos inmemoriales, sus frutos han sido utilizados por algunas comunidades para crear utensilios, artesanías, preparar remedios tradicionales e incluso como alimento para el ganado y los cerdos. Su interés personal lo llevó a investigar y escribir sobre el valor cultural y práctico de este árbol. Sin embargo, lo que más le llamaba la atención era que no muchas personas aprovechan intencionalmente las bondades del totumo, que a pesar de que crece en un contexto lleno de adversidades tiene la capacidad de brindar frutos muy aprovechables.

En ese instante, comprendí que el bello totumo no era solo un árbol más: encerraba las tradiciones, los saberes y la historia viva de toda una región. Era un símbolo de resiliencia y adaptación, recordándonos que, incluso en los entornos más desafiantes, hay oportunidades para crecer y prosperar. La conversación con Carlos resonó en mi mente, iluminando la importancia de reconocer y valorar los recursos que nos ofrece la naturaleza, así como el potencial de las comunidades para transformar su realidad a través de la educación.

Al despedirme de aquel mágico lugar, sentí el impulso de llevarme uno de sus frutos secos como recuerdo, decidido a cargarlo conmigo durante los días restantes del recorrido por el Magdalena. Lo llevé en mi equipaje a través de caminos rurales, carreteras polvorientas y pueblos vibrantes, hasta finalmente abordar el avión que me llevaría de vuelta a Bogotá. Con un interés similar al de Carlos, motivado por este bello fruto de la naturaleza, sabía que aquel esfuerzo valía la pena. No solo me permitiría compartir la experiencia con otros, sino fortalecería mi deseo de regresar a mi contexto y relatarles las historias de vida que descubrí, los desafíos que enfrentan sus habitantes y las maneras en que, con esperanza y resiliencia, están transformando su realidad. Al final, el totumo no sería solo un recuerdo en mi equipaje, sino un símbolo de las posibilidades que florecen incluso en los terrenos más adversos. Y siempre me recordará que la educación es el abono que necesitamos para sembrar las semillas que permitan germinar un futuro más prometedor para todos en Colombia.

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