

Corría el año 2001. Me adentraba inexorablemente a todas las crisis adolescendiales reunidas.
Las clases no me interesaban para nada. El día se me iba en pensar en el amor no correspondido de un compañero que me gustaba, escuchar música deprimente (para hacer de la primera tusa algo más traumático y lastimero) y chismear con mi mejor amiga sobre lo mismo.
Los profesores que me conocían desde la infancia se daban la pelea por mantenerme con algo de contenido en la cabeza. Para que las neuronas lucharan de tú a tú con las hormonas. Pero iban perdiendo la batalla.
Justo ahí conocí al profe Jaime Sanabria. En nuestra primera clase de química recuerdo que estaba sumida en mi drama habitual, y me dijo: “ No sé qué será lo que te tiene tan triste, pero seguramente Neruda lo sintió peor y escribió alguna cosa al respecto”. A la clase siguiente, de manera totalmente desinteresada, sin conocerme más allá del nombre, me trajo dos libros de Neruda: Confieso que he vivido y Veinte Poemas de amor y una canción desesperada. Ese sencillo gesto convirtió mi hasta ahora paupérrima adolescencia en una experiencia distinta, enriquecida por el arte y sublimada por un nuevo interés: la literatura.
El profe Jaime era muy culto. Estudiando en Bulgaria no había cultivado solamente su saber en la química, sino también en la poesía, la gastronomía, la música, la política y otros muchos temas.
Era un conversador universal y ameno. Quizás por eso tenía muchos amigos. Varias veces nos mostró las cartas que intercambiaba con Silvio Rodríguez, Rubén Blades o Moisés Wasserman.
Empecé a pensar que de grande quería cultivar muchos intereses y tener muchos amigos como el profe Jaime. Y hasta empecé a poner atención y a aprender en la clase de química.
A mitad de año había reprobado todas las materias menos Historia y Química. Mi mamá salió desconsolada de la entrega de informes. Ella como madre soltera trabajaba de domingo a domingo para pagarme un buen colegio y yo había respondido, pero parecía que sólo hasta ese momento. El profe Jaime habló con ella y luego habló conmigo. “Tu mamá es una vieja verraca y tu eres una china inteligente. Te voy a tutorear porque ella no puede pagar si tú pierdes el subsidio y si eso pasa tú vas a perder una oportunidad de vida que todavía no puedes entender”. El profe fue mi tutor el resto del año y logré salir adelante aunque cómo él mismo lo dijo, en ese momento yo no entendía qué estaba en juego. Creyó en mí en un momento en que no era tan sencillo hacerlo.
Conversando en estos días con mis compañeros de promoción, recordábamos su claridad para explicar de manera sencilla todos los contenidos, su excelente sentido del humor que siempre nos sacaba una sonrisa, y sus ocurrencias brillantes dentro y fuera del aula para ayudarnos a entender el mundo que nos rodeaba. A todos nos fue muy bien en nuestra prueba de química del ICFES y no supimos ni cómo. Era la magia del profe Sanabria.
Cómo su estudiante no tengo más que agradecimiento y cariño por todo lo que hizo por mi. Dejó una profunda huella en mi corazón y en el de todos mis compañeros. Y cómo profesora siento que debo esforzarme mucho para intentar honrar su valioso legado siendo una mejor persona con mis estudiantes, no sólo transmitiéndoles conocimientos, sino apoyándolos y enseñándoles a valorar las cosas realmente importantes de la vida.
Por: Melissa Vera (Egresada IAM 2003; Coordinadora Contextual C; Coordinadora área de Ciencias Sociales)